martes, 16 de febrero de 2010

EL POZO DE AGUAS MILAGROSAS


Por mucho tiempo, el cacique del pueblo, esperó ansioso el nacimiento de un heredero y aquel Dios que todo lo ve, que todo lo avizora le dio una hermosa niña de cabellos como el sol y de ojos color del mar y piel de luna. Su nacimiento fue un acontecimiento trascendental en el pueblo. Aquel cacique se sintió feliz con tan hermoso regalo y veía el fruto de su amor crecer día a día, pero no faltó la envidia, profesa por aquel líder del pueblo, que carcomía el corazón maligno de doña Pascuala: la bruja del pueblo.

Un día la envidia rebozó los límites del corazón de Pascuala, que invocó a su maestro y haciendo uso de su arte maligno se convirtió un horrible pájaro de plumaje negro, pico aguileño y afiladas garras. Su canto bronco, de ave agorera, se escuchó en aquella trágica noche y voló rasgando el aire nocturno.

Aquella niña de los cabellos dorados y de ojos azules descansaba plácidamente en una hamaca, cuando el diabólico pájaro traspasó la ventana y posó sus garras sobre el vientre de aquel ángel divino. Se escuchó el canto agorero del ave y la hija del sol despertó y vio el horrible pájaro. Sus ojos de mar se crisparon, sus frágiles manos se agitaron y el grito de horror se quedó atragantado en su delicada garganta. Aquella ave maldita levantó vuelo y dejó caer su pestilente excremento sobre la frentecita de aquel ser indefenso.

Cuando la aurora llegó a casa de aquel cacique tallán, como era costumbre, el padre amoroso fue a la hamaca a sacar a su hija. Allí estaba la hija del mar con los ojos inmóviles y rostro con expresión de terror; en su frentecita yacía una blancuzca escama de tres centímetros.

—¡Hija, Hija..! —grito desesperado el padre de ver aquel pedacito de su alma en aquel trágico estado. La abrazó fuertemente y la llenó de besos pero la expresión de la hija de la luna no cambió. El padre desesperado quiso retirar aquella escama asida en la frente de la niña y la sangre brotó: su garganta no emitió sonido y sus ojos de expresión terrorífica permanecieron estáticos. Desde allí no se escuchó más su sonrisa, su llanto, su voz…
Los días pasaban y el cuerpecito de la niña de la piel blanca, de cabellos dorados y ojos de mar empeoraba. Su cuerpo estático se llenaba de escamas, se llenaba de llagas, se llenaba de pus... El padre desesperado recorría pueblo tras pueblo en busca de la medicina milagrosa: yerbas, animales, pomada o pócimas recetadas por lo mejores curanderos de la región… y nada…

Aquel roble viviente, por primera vez se sintió derrotado y apunto de la locura; de aquella mente enturbiada brotó la última esperanza: El Dios Supremo, que todo lo ve y todo avizora y todo lo puede. Tomó a su hija entre sus brazos y la arropó con un manto y presuroso dirigióse hacia el eterno vigilante del pueblo: “el cerro” que rodea el pueblo. Sus pies descalzos sorteaban aquel escarpado camino que conducía a la cima. Allí llegó sin aliento.
La luna brillaba con todo esplendor y su luz plateada invitaba al ritual sagrado. Aquel angustiado padre descubrió el cuerpecito de la pequeña y lo elevó en dirección de la luna y una voz suplicante se escuchó en la noche.

—¡Nariwalá, Nariwalá, padre, padre mío, escucha mi dolor!— Y el llanto brotó de lo más profundo del corazón del sufrido padre.
— ¡Padre, mira mi retoño, mírale, padre!— aquellos brazos macizos mostraban aquella estatua viviente llena de escamas, llena de llagas, llena de pus...
— ¡Ella es mi ofrenda! ¡Tómala, Padre!, pero, te invoco, que vuelva a sus labios su alegre sonrisa, sus ojos de mar recobren la vida y, por última vez, su voz de ángel acaricien mis viejos oídos. ¡Padre, aquí está tu ofrenda: Lo más preciado de mí!— y, a raudales, las lágrimas caían al suelo estéril. El cerro se estremeció de dolor por tanta desdicha que desencadenó en un fuerte temblor.
— ¡Hijo, no llores!— La voz celestial se dejó escuchar y el cerró apaciguó su temblor— ¡Tu clamor ya fue escuchado! Ve y sigue el camino que han dejado tus lágrimas y donde termine se habrá formado un pequeño pozo: allí baña a tu hija, con el agua de tu dolor, con el agua de tu sufrimiento, con el agua de tu desdicha…

Reconfortado por la voz divina, el cacique del pueblo siguió el camino de su llanto y llegó a una parte de la falda del cerro donde se había formado un pequeño pozo. Allí baño a la hija del sol y la noche se vistió de blanco, y aquellas aguas del dolor hicieron el milagro esperado: la hija del mar recobró su natural belleza: sus ojos de mar recobraron la vida; su cuerpo de luna, volvió a ser suave y hermoso, sus cabellos dorados saludaron la noche, la sonrisa volvió a sus labios y por fin de sus labios salió la ansiada palabra de amor:

—¡Papá, papito mío!—
Padre e hija se fundieron en abrazo profundo. La alegría del padre rebozaba su ser. Y, por fin, la felicidad apaciguó las almas sufrientes!: la fe y el amor derrotaron la envidia humana. El padre agradecido, elevó su plegaria al todopoderoso y presentó su ofrenda. Y La hija del sol, la hija del mar, de piel blanca como la luna dejó escapar un hermoso canto de sus virginales labios y voló transformada en una paloma, blanca como la luna, brillante como el sol y ojos de mar.

Desde aquel día, aquella ave divina se convirtió en la guardiana del cerro y éste siguió emanando aquellas aguas benditas donde todas las personas que estaban enfermas, allí, recobraban la salud. Hoy es lugar muy visitado y le llaman “el pozo de las aguas milagrosas” y en aquel mágico cerro quedó guardado el tesoro más preciado de aquel cacique del pueblo.