
Contemplaba aquel prodigio del cielo, que se deslizaba por la Cordillera del Cóndor, acariciando alegremente su cauce. A su paso aplacaba la sed del ganado y las bestias de carga, nutrían las fértiles tierras del campo y refrescaba nuestros cuerpos haciéndonos disfrutar en hermandad la estación veraniega. El río, aquel río que apaga la sed, que nutre, que refresca y da alegría; no es un río que separa, que divide; al contrario une, enlaza; comparte costumbres, cultura, amistad… Es una bendición divina, que el hombre terreno ha tomado como línea fronteriza para incubar odio y rebeldía contra la patria del hermano.
Aquellas aguas me saludaban alegremente y de vez en cuando, su bulliciosa voz, me decía algo indescifrable. Mi concentración sin límites hizo brotar, de sus aguas, trágicas imágenes del pasado: “Yo, con mi rostro pintado y con mi equipo de campaña, avanzaba entre los matorrales, asiendo fuertemente mi fusil y resistiendo aquel casco de acero que me incomodaba, pero me protegía de una inminente muerte. Avanzábamos lentamente hacia nuestro puesto fronterizo. De pronto una gran explosión se escuchó y un grito desgarrador agujereó nuestras almas: una mina había estallado y el cuerpo de un compañero había volado por el aire. Corrimos desesperadamente al lugar de la explosión: de las hojas de los árboles goteaba la espesa sangre y la pierna arrancada de su cuerpo saltaba como un canguro; allí yacía nuestro compañero con una pierna destrozada y con el cuerpo impregnado de perdigones”.
— ¡Pedro, Pedro!-- se escuchó decir. La bronca voz de Luis me trajo a la realidad— ¡Vamos a bañar!—me dijo—el agua está riquísima— Me quedé contemplando la hermosa playa. Tres jóvenes, en la otra orilla, se internaron en aquellas encantadoras aguas. Pero los trágicos recuerdos impidieron que siguiera a Luis.
—Anda tú, yo voy después—le dije. Y volví a posar la mirada en aquel ser que da vida, que da alegría. De inmediato las imágenes del pasado volvieron a mi mente: “Mi compañero gritaba de dolor y la sangre fluía desenfrenadamente de la pierna mutilada.
— ¡Monos, desgraciados! ¡Ya nos jodieron! — Expresó colérico el Capitán— han minado el camino. ¡Y, tú! ¡Qué haces parado como un… que no traes el botiquín!— de inmediato el enfermero del pelotón se puso en acción. Saco un trapo y lo metió en la boca del herido.
¡Muerde!— le ordenó— No es nada, pronto vas a estar bien— le animó, mientras tanto, aplicaba un torniquete y curaba la zona afectada.
Este horrible incidente infundió temor en algunos soldados de la tropa, otros rebozábamos de coraje por tan criminal acción. El odio, ese odio que muerde, que destroza, que corroe, fue creciendo en nuestros corazones hasta rebotar en maldiciones, improperios, en arengas…: Queríamos tenerlos cerca para que pagaran, minuto a minuto, el dolor causado. Gritábamos furiosos hambrientos de venganza, hasta que una ráfaga de tiros surcó el aire.
— ¡Los monos, son los monos…!— con estruendosa voz, nos alertó el vigía.
Corrimos a cubrimos tras los enormes troncos de los seibos, sin olvidar al compañero herido. Al frente estaba el enemigo; unos, trepados en los árboles; otros camuflados entre los arbustos. Nuestros fales vomitaron fuego tratando de apagar las balas enemigas. Aquellas máquinas de la muerte temblaban en nuestras manos como bestias enloquecidas y su violento martillar estremecían nuestros cuerpos. El infierno se había desatado: Las balas iban y venía en busca de carne humana; pero aquellos escudos vegetales se interponía en su camino. Se escuchaban los clásicos gritos de la guerra y gritos de dolor arrancados por las balas que, de vez en cuando, rozaban o rasgaban nuestros cuerpos…
— ¡Auxilioooo! ¡Auxilioooo! ¡Socorrooo!...
Salte como impulsado por un resorte. Mi corazón latió desenfrenadamente cuando divisé de donde provenía aquel suplicante grito. Luis, mi fiel amigo, mi hermano, luchaba con la muerte. Tres ecuatorianos iban hacia él moviendo aceleradamente sus robustos brazos. Corrí a su rescate y sin medir el peligro me interné en aquel trágico escenario donde mi compañero luchaba por su vida. Nadaba y nadaba como un loco, tratando de alcanzar a Luis. Él luchaba por mantenerse a flote. Levantaba las manos y pedía auxilio. Por ratos desaparecía y volvía a parecer. Los ecuatorianos se acercaban, cada vez más. Yo trataba de ganar terreno para llegar pronto a su rescate, pero las fuerzas abandonaban a mi amigo, que trataba de aferrarse a la vida. Levantó las manos con desesperación para asirse en algo, pero ya no pudo más; aquel inesperado enemigo lo había derrotado: Sí, Luis había sucumbido ante aquel elemento natural que da alegría y da tristeza, que da la vida y trae muerte. Allí, en aquel trágico lugar, me encontré frente a frente con mis enemigos.
— ¡Se ahogó!— apenado exclamó un ecuatoriano.
— ¡Sí, se ahogó! — le contesté tratando contener las lágrimas.
— Tratamos de ayudarlo, pero fue imposible— me consoló otro.
— Vamos a buscarlo— me dijeron.
Iniciamos la titánica búsqueda. Aquel río se burlaba de nosotros haciéndonos sentir como seres insignificantes que no comprendemos la creación divina. Las horas transcurrían y transcurrían y nuestros esfuerzos eran infructuosos. Agotados decidimos interrumpir la búsqueda y nadamos hacia la orilla. Allí comenzamos a cavilar mil estrategias para rescatar el cuerpo del infortunado Luis.
— ¡Ya tengo la solución!— interrumpió nuestras cavilaciones un amigo ecuatoriano— El Taita Jacinto nos puede ayudar.
— ¡Sí! — respondieron los otros— él nos ayudará.
¿Quién era el taita Jacinto? Era un anciano que a sus 75 años se conservaba fuerte como un roble. Su cabellera cana caía sobre sus hombros y daba a su rostro surcado por los años una expresión de ídolo mítico. Él gozaba de mucho prestigio y respeto de los lugareños de aquel pueblito ecuatoriano que estaba cerca del río. Corrimos angustiados hacia su humilde choza. Estaba sentado sobre el suelo con sus piernas entrelazadas masticando sus pensamientos. Nos escudriño minuciosamente y a primera vista descubrió que yo era peruano y seguro de sí, afirmó:
— Tu amigo se ha ahogado ¿Verdad? — le respondí afirmativamente y me quedé sorprendido ¿Cómo taita Jacinto había adivinado aquellos sucesos trágicos?. Esto me hizo confiar en él. Caí de rodillas y entre lágrimas supliqué.
— ¡Por favor! ¡Por favor, salve a mi amigo!.
Su sensible corazón de humano se impuso y con voz paternal me dijo:
— No te preocupes, vamos a rescatar a tu amigo— de inmediato se puso en acción. Abrió un viejo baúl: sacó varios objetos, los envolvió en una manta y los colocó en un enorme poto, de aproximadamente metro y medio de diámetro. Salimos cargando aquel raro equipaje. Mi mente quería adivinar para qué servirían aquellos objetos y tejía mil conjeturas. Así desenredando aquella telaraña de supuestos llegamos a las fatídicas aguas del río. Taita Jacinto tendió una manta y sobre ella colocó la serie de objetos que había llevado. Abrió una botella y roció un líquido que perfumó el ambiente, entre sus dientes masticaba palabras inteligibles, prendió una vela y goteó cera en el centro de aquel enorme poto, allí pegó un viejo Sucre y sobre él dejó descansar el iluminado cirio. Se acercó a la orilla y sentó sobre las aguas el enorme poto y lo empujó con sus callosas manos. El poto inicio su viaje arrastrado por el vaivén aguas. Taita Jacinto inició un extraño ritual invocando almas, invocando cerros, invocando santos e ídolos extraños; con su espada de acero cortaba el aire y escupía al cielo el líquido perfumado. Por la orilla seguíamos la trayectoria de aquel misterioso bote que viajaba a la deriva sobre el cuerpo ondulado del río. La tarde envejecía poco a poco. De pronto, el poto se detuvo y empezó a girar, sobre su eje, a gran velocidad como queriendo agujerear aquella parte del río, formándose de inmediato un gran remolino que penetraba las entrañas del río. La vela se apagó y Taita Jacinto gritó.
—¡Allí, Allí está!...
De inmediato mis amigos se lanzaron a las aguas y fueron tragados por el voraz remolino. Mi corazón quería explotar de angustian. Me jalé los cabellos. No era posible que mis nuevos amigos hubieran sido tragados por las furiosas aguas del río. ¡No! ¡No era posible!... Aquel remolino fue muriendo poco a poco y las aguas recobraron su habitual tranquilidad dejando emerger los cuerpos de los tres rescatistas que levantaron sus manos en señal de victoria y nadaron trayendo consigo el infortunado cuerpo de Luis. Corrí hacia donde yacía aquel cuerpo inerte. La desesperación turbaba mi mente. Le di respiración boca a boca, le aplique masajes al corazón, flexionaba su cintura… y nada. No quería aceptar que mi amigo estaba muerto. Lloré y lloré como un niño. No había nada que hacer: Luis había sido elegido por la ruleta de la muerte. Miré aquellos amigos, aquellos hermanos que compartían mi dolor y comprendí muchos enigmas de la vida: Los enemigos de batalla hoy son amigos. Aquel anciano mítico sin importarle mi nacionalidad compartió su creencia, su tradición, me tendió la mano en este momento trágico. El rencor por el vecino voló hacia el infinito. Sentí una gran paz en mi alma. Y comprendí la gran dimensión de la hermandad.
La rueda de la vida sigue girando y todos los seres del mundo estamos allí, sin comprender las vueltas y vueltas que da alrededor del mundo...
Aquellas aguas me saludaban alegremente y de vez en cuando, su bulliciosa voz, me decía algo indescifrable. Mi concentración sin límites hizo brotar, de sus aguas, trágicas imágenes del pasado: “Yo, con mi rostro pintado y con mi equipo de campaña, avanzaba entre los matorrales, asiendo fuertemente mi fusil y resistiendo aquel casco de acero que me incomodaba, pero me protegía de una inminente muerte. Avanzábamos lentamente hacia nuestro puesto fronterizo. De pronto una gran explosión se escuchó y un grito desgarrador agujereó nuestras almas: una mina había estallado y el cuerpo de un compañero había volado por el aire. Corrimos desesperadamente al lugar de la explosión: de las hojas de los árboles goteaba la espesa sangre y la pierna arrancada de su cuerpo saltaba como un canguro; allí yacía nuestro compañero con una pierna destrozada y con el cuerpo impregnado de perdigones”.
— ¡Pedro, Pedro!-- se escuchó decir. La bronca voz de Luis me trajo a la realidad— ¡Vamos a bañar!—me dijo—el agua está riquísima— Me quedé contemplando la hermosa playa. Tres jóvenes, en la otra orilla, se internaron en aquellas encantadoras aguas. Pero los trágicos recuerdos impidieron que siguiera a Luis.
—Anda tú, yo voy después—le dije. Y volví a posar la mirada en aquel ser que da vida, que da alegría. De inmediato las imágenes del pasado volvieron a mi mente: “Mi compañero gritaba de dolor y la sangre fluía desenfrenadamente de la pierna mutilada.
— ¡Monos, desgraciados! ¡Ya nos jodieron! — Expresó colérico el Capitán— han minado el camino. ¡Y, tú! ¡Qué haces parado como un… que no traes el botiquín!— de inmediato el enfermero del pelotón se puso en acción. Saco un trapo y lo metió en la boca del herido.
¡Muerde!— le ordenó— No es nada, pronto vas a estar bien— le animó, mientras tanto, aplicaba un torniquete y curaba la zona afectada.
Este horrible incidente infundió temor en algunos soldados de la tropa, otros rebozábamos de coraje por tan criminal acción. El odio, ese odio que muerde, que destroza, que corroe, fue creciendo en nuestros corazones hasta rebotar en maldiciones, improperios, en arengas…: Queríamos tenerlos cerca para que pagaran, minuto a minuto, el dolor causado. Gritábamos furiosos hambrientos de venganza, hasta que una ráfaga de tiros surcó el aire.
— ¡Los monos, son los monos…!— con estruendosa voz, nos alertó el vigía.
Corrimos a cubrimos tras los enormes troncos de los seibos, sin olvidar al compañero herido. Al frente estaba el enemigo; unos, trepados en los árboles; otros camuflados entre los arbustos. Nuestros fales vomitaron fuego tratando de apagar las balas enemigas. Aquellas máquinas de la muerte temblaban en nuestras manos como bestias enloquecidas y su violento martillar estremecían nuestros cuerpos. El infierno se había desatado: Las balas iban y venía en busca de carne humana; pero aquellos escudos vegetales se interponía en su camino. Se escuchaban los clásicos gritos de la guerra y gritos de dolor arrancados por las balas que, de vez en cuando, rozaban o rasgaban nuestros cuerpos…
— ¡Auxilioooo! ¡Auxilioooo! ¡Socorrooo!...
Salte como impulsado por un resorte. Mi corazón latió desenfrenadamente cuando divisé de donde provenía aquel suplicante grito. Luis, mi fiel amigo, mi hermano, luchaba con la muerte. Tres ecuatorianos iban hacia él moviendo aceleradamente sus robustos brazos. Corrí a su rescate y sin medir el peligro me interné en aquel trágico escenario donde mi compañero luchaba por su vida. Nadaba y nadaba como un loco, tratando de alcanzar a Luis. Él luchaba por mantenerse a flote. Levantaba las manos y pedía auxilio. Por ratos desaparecía y volvía a parecer. Los ecuatorianos se acercaban, cada vez más. Yo trataba de ganar terreno para llegar pronto a su rescate, pero las fuerzas abandonaban a mi amigo, que trataba de aferrarse a la vida. Levantó las manos con desesperación para asirse en algo, pero ya no pudo más; aquel inesperado enemigo lo había derrotado: Sí, Luis había sucumbido ante aquel elemento natural que da alegría y da tristeza, que da la vida y trae muerte. Allí, en aquel trágico lugar, me encontré frente a frente con mis enemigos.
— ¡Se ahogó!— apenado exclamó un ecuatoriano.
— ¡Sí, se ahogó! — le contesté tratando contener las lágrimas.
— Tratamos de ayudarlo, pero fue imposible— me consoló otro.
— Vamos a buscarlo— me dijeron.
Iniciamos la titánica búsqueda. Aquel río se burlaba de nosotros haciéndonos sentir como seres insignificantes que no comprendemos la creación divina. Las horas transcurrían y transcurrían y nuestros esfuerzos eran infructuosos. Agotados decidimos interrumpir la búsqueda y nadamos hacia la orilla. Allí comenzamos a cavilar mil estrategias para rescatar el cuerpo del infortunado Luis.
— ¡Ya tengo la solución!— interrumpió nuestras cavilaciones un amigo ecuatoriano— El Taita Jacinto nos puede ayudar.
— ¡Sí! — respondieron los otros— él nos ayudará.
¿Quién era el taita Jacinto? Era un anciano que a sus 75 años se conservaba fuerte como un roble. Su cabellera cana caía sobre sus hombros y daba a su rostro surcado por los años una expresión de ídolo mítico. Él gozaba de mucho prestigio y respeto de los lugareños de aquel pueblito ecuatoriano que estaba cerca del río. Corrimos angustiados hacia su humilde choza. Estaba sentado sobre el suelo con sus piernas entrelazadas masticando sus pensamientos. Nos escudriño minuciosamente y a primera vista descubrió que yo era peruano y seguro de sí, afirmó:
— Tu amigo se ha ahogado ¿Verdad? — le respondí afirmativamente y me quedé sorprendido ¿Cómo taita Jacinto había adivinado aquellos sucesos trágicos?. Esto me hizo confiar en él. Caí de rodillas y entre lágrimas supliqué.
— ¡Por favor! ¡Por favor, salve a mi amigo!.
Su sensible corazón de humano se impuso y con voz paternal me dijo:
— No te preocupes, vamos a rescatar a tu amigo— de inmediato se puso en acción. Abrió un viejo baúl: sacó varios objetos, los envolvió en una manta y los colocó en un enorme poto, de aproximadamente metro y medio de diámetro. Salimos cargando aquel raro equipaje. Mi mente quería adivinar para qué servirían aquellos objetos y tejía mil conjeturas. Así desenredando aquella telaraña de supuestos llegamos a las fatídicas aguas del río. Taita Jacinto tendió una manta y sobre ella colocó la serie de objetos que había llevado. Abrió una botella y roció un líquido que perfumó el ambiente, entre sus dientes masticaba palabras inteligibles, prendió una vela y goteó cera en el centro de aquel enorme poto, allí pegó un viejo Sucre y sobre él dejó descansar el iluminado cirio. Se acercó a la orilla y sentó sobre las aguas el enorme poto y lo empujó con sus callosas manos. El poto inicio su viaje arrastrado por el vaivén aguas. Taita Jacinto inició un extraño ritual invocando almas, invocando cerros, invocando santos e ídolos extraños; con su espada de acero cortaba el aire y escupía al cielo el líquido perfumado. Por la orilla seguíamos la trayectoria de aquel misterioso bote que viajaba a la deriva sobre el cuerpo ondulado del río. La tarde envejecía poco a poco. De pronto, el poto se detuvo y empezó a girar, sobre su eje, a gran velocidad como queriendo agujerear aquella parte del río, formándose de inmediato un gran remolino que penetraba las entrañas del río. La vela se apagó y Taita Jacinto gritó.
—¡Allí, Allí está!...
De inmediato mis amigos se lanzaron a las aguas y fueron tragados por el voraz remolino. Mi corazón quería explotar de angustian. Me jalé los cabellos. No era posible que mis nuevos amigos hubieran sido tragados por las furiosas aguas del río. ¡No! ¡No era posible!... Aquel remolino fue muriendo poco a poco y las aguas recobraron su habitual tranquilidad dejando emerger los cuerpos de los tres rescatistas que levantaron sus manos en señal de victoria y nadaron trayendo consigo el infortunado cuerpo de Luis. Corrí hacia donde yacía aquel cuerpo inerte. La desesperación turbaba mi mente. Le di respiración boca a boca, le aplique masajes al corazón, flexionaba su cintura… y nada. No quería aceptar que mi amigo estaba muerto. Lloré y lloré como un niño. No había nada que hacer: Luis había sido elegido por la ruleta de la muerte. Miré aquellos amigos, aquellos hermanos que compartían mi dolor y comprendí muchos enigmas de la vida: Los enemigos de batalla hoy son amigos. Aquel anciano mítico sin importarle mi nacionalidad compartió su creencia, su tradición, me tendió la mano en este momento trágico. El rencor por el vecino voló hacia el infinito. Sentí una gran paz en mi alma. Y comprendí la gran dimensión de la hermandad.
La rueda de la vida sigue girando y todos los seres del mundo estamos allí, sin comprender las vueltas y vueltas que da alrededor del mundo...