
Llegó la hora del lamento, del graznar de las lechuzas, del chirriar de los grillos. Llegó la hora de las almas sin descanso eterno y la luna dejó caer su cabellera plateada sobre aquella enorme peña que vibró, cual si recibiera una descarga eléctrica. Aquella peña abrió su puerta imaginaria al compás de una contagiante música y hermosas lucecillas relumbraron y estallaron en el aire dando paso a pequeños hombrecillos y mujercillas de piel verdosa que danzaban alrededor de aquel imponente ser. Poco a poco aparecieron las hijas de Eva, de pelo ensortijado, piel canela y exuberante cuerpo. Tras de ellas, apareció un enorme gallo de brillantes plumas y sobre él, un diminuto hombrecillo tocaba flauta. De pronto, un aullido se escuchó y apareció la escuálida figura del Dueño de la noche, que estremeció el aire de un sonoro latigazo y la música tomó un encanto mágico. Aparecieron hombres y mujeres de brillante vestimenta multicolor y mecánicamente formaron cuatro filas. El látigo volvió a golpear el aire y aquella extraña comitiva inició su recorrido…
Aquella caravana giraba por la Plaza de Armas y suavemente la luna le abría paso. ¡Oh, qué extraordinario espectáculo! ¡Bello! ¡Contagiante! ¡Irresistible a la mirada de cualquier mortal! Las hijas de Eva meneaban sus curvilíneos cuerpos. Las mujercillas y hombrecillos verdes saltaban haciendo piruetas en el aire. Los hombres y mujeres dibujaban inefables coreografías y la pedrería resplandecía en la noche. El Señor de las tinieblas chicoteaba el látigo y la música, encantadora de la flauta, fluía embrujando los oídos del alma humana. Este extraordinario espectáculo: era “El encanto de la peña” que recorría las calles del pueblo en busca de almas…
—¡María!— grito José— Manuel no está en la cama ¿ dónde está ese churre?.
— No sé— respondió con temor la madre.
—¿Cómo que no sé? A caso tú no eres la que te encargas de los churres…
José, muy temprano, había ido a buscar a su hijo para castigarlo; pues, el día anterior, no había cumplido con los deberes encomendados y como era costumbre, a las primeras horas de la mañana, debía hacer “justicia”; pero Manuel había fugado…
Cuando aclaró el día, los padres salieron en busca de Manuel. Visitaron casas de familiares, de amigos, de compadres y nada; no daban razón del pequeño fugitivo. Preocupados, llegaron hasta la casa del “curadero” del pueblo, según la gente era “buenazo”, todos le profesaban una fe indescriptible. Éste los hizo pasar y les ofreció asiento sobre unos troncos de algarrobo. Sacó su baraja y la esparció sobre la vieja mesa de sauce. Frunció el ceño, sus amarillentos dientes comenzaron a masticar palabras que abortaban en aquellos agrietados labios y después de meditar y descifrar el contenido que aquellas viejas cartas dijo:
—Su hijo está perdido— hizo una breve pausa y su callosa mano tomó una carta— se llama Manuel ¿Verdad?
— ¡Sí! ¿Dónde está?— Preguntó la desesperada la madre.
—Su hijo está en la peña— respondió el curandero— allí se encantó a noche, pues en noches de luna llena se abre el encanto.
— ¡Dios mío, qué desgracia! ¿Por qué nos castigas?— exclamó José.
—¡Calla!— increpó el curandero— hombre de poca fe, Dios no castiga; sino, nosotros mismos nos castigamos con las malas acciones que hacemos… ¿cómo te atreves a castigar a una criatura inocente? y ¿ahora te lamentas? ¡Qué esto les sirva de lección!... Yo les diré como rescatar a su hijo, ¡Ah! Pero no deben tener miedo y todo lo deben hacer con mucha fe y al pie de la letra.
José fue al campo y cumplió las recomendaciones del “curandero”. Mató diferentes pájaros de todo tamaño y de plumaje variado, recolectó pepas de guaba y piñón y cuando regresó a casa preparó un brebaje y desplumó a las aves e hizo una colección de vistosísimo plumaje.
Al llegar la hora del lamento, del graznar de las lechuzas, del chirriar de los grillos; los esposos, llenos de fe y esperanza se encaminaron hacia la salida del pueblo, allá donde dormitaba aquella legendaria peña… Y llegó la hora de las almas sin descanso eterno y la luna dejó caer su cabello plateado y José cargado de valor gritó:
— ¡Satanáááááá´sssss, Satanáááááá´sssss…! ¡saaaalllll de dónde estááááásssss! ¡Saaaaalllll, Satanáááááá´sssss!
De pronto la peña se estremeció y una fuerte explosión se escuchó y la negra boca de la peña abrió dejando escapar deformes siluetas de humo y, entre ellas, apareció el Señor de la noche:
— ¿Quién interrumpe mi placer?— colérico vociferó Luzbel.
— ¡Soy yo!— respondió José— quiero hacer un pacto contigo.
— ¿Un pacto?— inquirió el Señor de las tinieblas y sacó su larga lengua y lamió sus gruesos labios— ¿Quieres fortuna? ¿Mujeres? ¿Poder?...
—No, no quiero nada de eso ¡Sólo quiere que me devuelvas a mi hijo!
— ¿Tu hijo? ¿Es aquel que anoche vino a disfrutar de mi reino? — ¡Sí, es él! le doy lo que quiera, pero devuélvamelo. — Está bien, pero quiero tu alma. — ¡Acepto!— presuroso contestó José.
De inmediato, el Señor de la noche elevó sus manos y evocó un conjuro y aquella peña cobró vida y de un bostezó dejó salir a Manuel, quien al ver a su padre corrió a sus brazos. El padre estrechó fuertemente a su hijo y con suaves caricias le demostró todo su amor. Este tierno cuadro irritó al Ángel maldito.
— ¡Basta! — Exclamó la voz pecadora— ¡Date prisa que no tengo tiempo que perder.
— ¡Calme, gran señor! Antes de entregarle mi alma, déjeme darle un hermoso regalo, que segurito le va a gustar ¡Venga! ¡Sígame! ¡Ahí está!— llegaron al lugar donde se estaba un extraño animal de vistosísimo plumaje.
— ¡Oh, que rara especie!— sorprendido exclamó el maquinador de entuertos— Nunca en mi reino he visto un pájaro tan extraño de cuatro patas, plumaje multicolor y… ¿su cabeza?... ¿Dónde está su cabeza?
— ¡Allí!— dijo José y señaló el negro orificio que estaba entre las patas de aquel extravagante animal. El creador de intrigas se agachó tratando de ver la cabeza de aquel extraño animal. De pronto, un asqueroso chiflonazo se estrelló en el rosto del maligno: era excremento que por acción del brebaje de piñón y guaba salía incontenible del recto de María. Era ella cuyo cuerpo desnudo estaba cubierto de las vistosas plumas de las aves que mató su esposo. El pestilente excremento destilaba por su luenga barba y la penetrante fetidez lo hacía estornudar irrefrenablemente. El demonio maldecía, se limpia, se agarra el vientre, vomitaba hasta que su cuerpo se fue inflando como un globo y reventó en mil pedazos. Una fuerte humareda invadió el ambiente y el irritable olor a azufre se apoderó del aire. En ese instante, la enorme peña retumbo y un fuerte alarido se escuchó. La noche dejó caer su velo negro y unas aves negras salieron graznando quejosamente y volaron hacia el negro infinito…
Cuentan que desde aquel día, nunca más se abrió el “Encanto de la peña”…