
Rumbo a su destino es un cuento extraído de la vida real: “el trabajo infantil”. Escenificado en la zona rural de nuestro país: El campo, donde la pobreza flagela despiadadamente a los campesinos que se encuentra abandonados a su suerte, pues no hay una política gubernamental dirigida a potenciar el agro; actividad económica principal de la gran mayoría de peruanos. Esta descarnada realidad obliga a los niños a trabajar en el campo, exponiendo su vida (como es el caso que recoge este cuento); ya no hay juguetes, juegos, recreo, sonrisas, estudio; sólo hay frustración, amarguras, penas y analfabetismo de un "niño- adulto" convertido por las circunstancias de la inequidad de nuestro Estado peruano.
A continuación presento esta cruda realidad:
RUMBO A SU DESTINO
Anastasia movía el tostado, que bailoteaba en la caliente arena del rústico perol. De vez en cuando recogía leña y cuidadosamente atizaba la candela.
—¡ Nastasia, mi café!— dijo, a sus espaldas, un hombre alto, corpulento, semejante a un grueso tronco de algarrobo.
— ¡Velay, ya te despertaste desgraciáu!— dijo la mujer, volteándose para ver a su marido— ¡Ya terminaste de dormir tu borrachera, cholo borracho! ¿Y agora quieres café?... ¡Qué descaro el tuyo! ¡Anda donde “La Colana” que te dé que reventar, pos allí toititos los días te empanzas de chicha... y sábelo Dios, cómo la hace esa china sacrona!...
—¡Calla, china de m... ya vienes a joder! — expresó colérico el rudo hombre, levantando la mano amenazadoramente; pero la mujer, con la reacción de un felino, tomó uno de los leños que yacía en el suelo y se enfrentó decidida a su marido.
—¡Ay, jijuna..., caraju! ¡Pégame desgraciáu, pos ya verás!... ¡Tuavía quieres joderme! ... ¡Ven! ¡Atrévete!.
Al ver la desafiante actitud de su esposa, el hombre dio media vuelta, fugó como ratón que huye de la fieras garra de un gato.
El bullicio de la riña despertó a dos niños que dormían en el suelo sobre unos viejos sacos; el más pequeño, irrumpió en clamoroso llanto; el otro, mientras refregábase los ojos, se encaminó hacia la cocina, donde la sufrida madre tostaba los rojos granos de maíz, que reventaban en la caliente arena como camaretas en tiempo de fiesta.
— Días de Dios, ma’— saludó el pequeño.
— Días de Dios, hijo— respondió la madre.
El niño miró el iluminado rostro de su madre, que brillaba por la acción del fuego. De sus ojos azabaches discurrían pequeños riachuelos que, a su paso, mezclábanse con el sudor que emanaba de su frente.
—¿Ma’, qué te pasa? ¿Estás llorando? — interrogó el niño.
— No, no me pasa nada; sólo estoy sudando— contestó la madre, y con sus largas trenzas secó el agua que inundaba su iluminado rostro. Pero el niño, que había escuchado la discusión, comprendió con tristeza el sufrimiento de su pobre madre.
— No llores, ma’; es por mi ‘apá. ¿Verdad?
— Sí, hijo, otra vez anda en la maldita borrachera y... tuavía, el muy malo, me viene a pegar...
— No te preocupes, ‘mita, cuando sea un hombre, yo te voy a defender.
— ¡Ay, hijo, si supieras!... — la mujer se quedó, un rato, pensativa— lo que más me duele de tu papá es que no trae plata pa’ la casa. ¡Qué se cree! ¿Qué ustedes no comen?...
— ‘Mita, agora— interrumpió el niño— agora jueves reciben gente en “La Esperanza”. Voy a ir a pedir trabajo, ma’.
La madre, al escuchar las palabras de su hijo, sintió como si un rayo atravesara su cuerpo y reaccionó rápidamente.
—¡Estás loco! ¡Tuavía eres muy churre! ¿Crees que el patroncito de la hacienda te va a recibir?
—¡Ay, ‘mita! ¿Y si taitita Dios me da una ayudadita? Yo podré comprarte muchas cosas...
Así prosiguió el diálogo hasta que, llevada por la gran necesidad, la madre aceptó que su tierno hijo fuese en busca de trabajo.
Eran las seis de la mañana del día jueves, cuando el pequeño hombre, de diez años de edad, caminaba rumbo a su destino. Sobre sus pequeños hombros descansaba una diminuta alforjita que albergaba, en su interior, un pedazo de caballa, un limón y una bolsa de tostado. Así avanzaba presuroso a la hacienda “La Esperanza”. Poco a poco se fue internando en la huerta de cocoteros que rodeaba la casa hacienda y divisó un mar interminable de sombreros blancos que desfilaban frente al capataz. Éste repartíalos a diferentes direcciones y desplazábanse como una serpiente por el camino que los conducía a los diferentes sectores agrícolas de la hacienda “La Esperanza”. Cuando el capataz quedó solo, el pequeño hombre se acercó a él y suplicante dijo:
—¡Días de Dios, patroncito!
—¡Buenos días, hijo! ¿Qué quieres?
—¿Nuay un trabajito pa’ mí, patroncito?
El capataz levantó, con el índice, el enorme sombrero que cubría su cabeza; miró fijamente al pequeño y exclamó:
—¿Tú quieres trabajar? ¡Pero si tuavía apestas a teta! Además, en el campo, nuay trabajo pa’ ti; todos son para hombres...
— Patroncito, cualquier cosita hago yo— el pobre niño cayó de rodillas y suplicante se aferró de las piernas del jefe— ¡Por mi taitita, ayúdeme, patroncito! ¡Ayúdeme pa’ llevarle “medio” a mi ‘amá!
Conmovido, el capataz, por los incesantes ruegos del niño, se quedó pensando...
— Creo, que hay algo pa’ ti— dijo, mientras posaba su callosa mano sobre el hombro del pequeño— ¡Párate, hijo! No te preocupes, desde horita ya eres “comidero”. Escucha bien, a las once de la mañana vas a recoger los “ranchos” del Vicente Paico, del Aniceto Vite, del... --Así fue enumerando los nombres de los campesinos a quienes debería llevarles el almuerzo.
A las once de la mañana, el pequeño hombre cabalgaba, por un angosto camino, rumbo al “32” como así se le llamaba a ese sector agrícola de la hacienda “La Esperanza”. Al llegar allí, se apeó y sobre sus hombros cargó las alforjas y encaminóse hacia donde los arqueados cuerpos de los peones movíanse al compás de las palanas, que cortaban la mala hierba que crecía entre el blanco pima; acto que fue interrumpido por el pequeño “comidero”, quien repartió los almuerzos a cada uno de sus dueños. Pero quedó una alforja: era de un chofer de carterpillar que estaba gradeando en el “33”. El muchacho montó a su mula y encaminóse rumbo a su destino...
La máquina avanzaba sobre la dura arcilla que gemía al sentir el filo de los pesados discos. El maquinista movía una palanca, jalaba otra y así hacía mover la pesada máquina y cuando el chofer divisó la figura del pequeño “comidero”, de detuvo bruscamente.
—¡Oye, churre, deja la alforja en la acequia y ven pa’ca.
El niño cumplió la orden y dirigióse hacia el carterpillar.
—¡Días de Dios, patroncito— dijo el niño, mientras se sacaba el viejo sombrero de junco en señal de respeto.
—¡Buenos días! ¿Cómo de te llamas?
— Mateo, Mateo Yovera, patroncito.
— ¡Ah! ¿Eres hijo del cholo Estanislao?
— Sí, patroncito.
— ¿Quieres ayudarme?
— Cómo usted lo ordene.
— Pues ven ¡sube!— le ordenó.
El niño subió a la máquina que rugía como una fiera.
—Párate, allí, cerca de la grada— ordenó el chofer— agárrate fuerte en ese fierro y vas a ver, por si al caso, se atraque algún terrón en los discos de la grada, entonces me avisas.
Nuevamente el animal metálico reanudó su trabajo, desgarrando el duro barro que hacía tambalear a la pesada máquina.
— Oye, Mateo, ¿tu padre te ha mandáu a chambiar? ¿Sí o no? ¡Oye, churre! ¿No escuchas? ¡Responde!...
El maquinista pensó que el ruido de la máquina no dejaba escuchar al pequeño hombre. Volteó ¡Qué terrible! Mateo no estaba en el lugar encomendado. Bruscamente la máquina se detuvo y bajó: Su rostro palideció, su cuerpo empezó a temblar, sus pies flaquearon y se negaban a sostener el peso de su cuerpo: ¡Oh, qué desgracia! Los filudos discos de la grada estaban teñidos de púrpura. El pobre hombre, buscó desesperadamente entre los discos... y nada. En su mente enturbiada martillaban mil cosas. Miró a todos lados, estaba como un loco. Corrió en dirección por donde habíase desplazado el animal metálico. Vio terrones manchados con espesa sangre. Por allí encontró una mano; por allá, una pierna; más allá la cabeza destrozada; por allá, los intestinos regados sobre los grandes trozos de arcilla. El pobre hombre recogía cada una de las mutiladas partes del infortunado niño, en su mente trastornada cobijaba la idea de darle vida a aquel destrozado cuerpo que yacía sobre las fértiles tierras del siniestro “33”.—¡Aaaaaaaayyyyyyyy, aaaaaayyyyyyy, Diooooosssss míooooooo! ¿Pooorrrr quéééé´? ¡Por qué, Dios mío! — de rodillas, el maquinista, imploraba al cielo. De pronto púsose de pie y corrió furioso hacia la máquina asesina y estrelló sus puños contra ella, una y otra vez, hasta sangrarse, quería destrozar aquella máquina asesina. Y, como impulsado por un rayo, volteó y miró fijamente el cuerpo mutilado del pobre niño y salió corriendo, veloz como un venado, por el zigzagueante camino que conduce al pueblo...