
El blanco disco de la luna con su luz plateada bañaba la anchurosa playa. Las verdosas aguas recogíanses con violencia y paulatinamente formando gigantescas olas que explotaban bramando desgarradoramente. En la playa dos figuras encorvadas jaloneaban los enmarañados hilos de una red. Sus callosas manos buscaban desesperadamente, entre ellas, el marino fruto…
—¡Nada…! ¡Solamente malaguas!—se escuchó decir al más viejo; era un hombre fornido de piel tostada por el sol. El otro hombre que le acompañaba tenía el mismo aspecto de gente ruda moldeada por el trabajo fuerte. En sus rostros se dibujaba la preocupación. Resignadamente dijo:
—Hagamos otro intento, pos seguro que sacamos algo pa’ comer.
—¡No! No se puede… Mire la marea ya se puso alta.
—¡Caramba que mala pata! Este mar es traicionero, un ratito está mansito y más tarde se pone bravo como un león.
—Qué vamos a hacer, compadrito, tal vez mañana logremos pescar alguito.
Resignados, los rudos hombres, recogieron sus redes, echándoselas sobre sus amplios hombros se encaminaron hacia las pequeñas elevaciones de arena que se divisaban a lo lejos. Dos pollinos de color ceniza pararon sus orejas al notar la presencia de los hombres de mar. Allí estaban sus cosas, las recogieron rápidamente y las acomodaron en sus alforjas.
Pocos minutos después, ciñendo filudos puñales, cabalgaban en dirección al pueblo. La noche envejecía más y más. El campo estaba invadido por un silencio fúnebre. Una luz hacía visible los adornos naturales que rodeaban el camino. Cuando llegaron a la Felipita, pampa enorme que se extiende a las afueras de Colán, la noche se hizo negra, el viento soplaba frío y, con un silbido hiriente, penetraba en los blancos huesos de los hombres. Escuchábase el hiriente grito de los grillos y el aullante graznido de los búhos. De pronto la noche se hizo día y vióse que en el centro de la pampa giraba un extraño círculo. Parecían seres humanos que danzaban al compás de una melodía imaginaria; era un grupo de cabras, que giraban alrededor de un negro macho cabrío. Se paraban en dos patas, se balanceaban, giraban y se movían tratando de imitar pasos de un ritmo inefables. El macho cabrío, con su gran barba, sentíanse un rey homenajeado por sus súbditos. Este espectáculo dantesco no intimidó a los viajeros.
—¡Mira, compadrito!— dijo el más viejo— son cabras y están regordas.
—¿De quién serán?— interrogó el otro, mirando a todos lados como queriendo descubrir al dueño.
—Parece que están perdidas, pos ya es más de la media noche.
—Sí, que le parece, cumpita, si empuñamos una cabra, así tendremos pa’ comer mañana.
—¡Buena idea, compadrito…! Ahora sí tendremos algo que llevarle a los churres.
En sus rostros se dibujaba la esperanza, la esperanza de poder alimentar a su familia. Se apearon cuidadosamente tratando de no hacer ruido. Sigilosamente se dirigieron al círculo que giraba rítmicamente. Cuando estaban a pocos metros de sus presas emprendieron veloz carrera. El ganado se espanta, las cabras corren a diferentes direcciones, una de ellas, indecisa, mira a todos lados; no sabe a dónde ir, confusión que es aprovechada por los rudos hombres que caen sobre ella e inmediatamente le atan las patas, luego la conducen con gran esfuerzo hacia el lugar en donde pasivamente esperaban las acémilas y la depositan sobre el lomo de una de ellas. Felices e imaginándose un suculento banquete prosiguieron su camino.
Cuando las aves, con su canto, anunciaban el nacimiento del nuevo día divisaron los guardianes verdes que rodeaban Pueblo Nuevo de Colán. Los hombres se quedaron mirando, el uno al otro. Uno de ellos rompió el silencio:
—Compadrito, ¿por qué no matamos a la cabra antes de entrar al pueblo?, pos no falta, la mala gente, que corran el chisme que nos hemos robado esta cabra.
—Tienes razón, cumpita. ¡Pues matémosla!
Se apearon de las bestias, con mucha dificultad bajaron a la presa y encubiertos por el follaje verde trataron de sacrificarla. La cabra hacía vanos esfuerzos por liberarse. Sintió una rodilla maltratar su pecho, sus ojos resplandecieron como dos faroles al ver acercarse amenazante un filudo puñal que intentaba penetrar en su pecho. La cabra pataleaba desesperadamente, quería liberarse de sus captores y cuando vio acercarse la negra muerte, de su garganta brotó una dramática voz femenina:
—¡No me mate! ¡No me mateee! ¡Soy… sooyyy.. de esta vida!.
Un hilo de sorpresa invadió el cuerpo de los rudos hombres. Por un momento soltaron a su presa; pero de inmediato la fortaleza volvió a ellos, la sacudieron violentamente y una voz enérgica rasgó el aire:
—¡Quién eres, maldita! ¡Contesta! ¿Quién eres?
—Soy… soy tu comadre… Inocencia. Perdóname la vida, compadrito… perdóname…
—¡Este es un recuerdito que te dejan tu compadre, pa’ que dejes de andar de cabra, vieja cachuda! ¡agora, pídele, pues, a tu amigo el demonio pa’ que te dé otra oreja!
Los hombres soltaron a la diabólica cabra y continuaron su camino.
Mas tarde en el pueblo de Colán corría, de boca en boca, la noticia trágica de Inocencia, respetable dama que vivía en una gran mansión. Según los pobladores se decía que mientras dormía la respetable dama, un gato quebró un espejo colocado a la cabecera de su cama, un filudo vidrio cayó en su oreja y se la mutiló. La oreja cayó y daba brincos en el suelo como si tuviese vida. El gato la observaba detenidamente y pensó que era un ratón que saltaba. Dio un salto y la atrapó entre sus dientes y fugó más rápido que un rayo. Mientras tanto la señora Inocencia desangraba lentamente…
—¡Nada…! ¡Solamente malaguas!—se escuchó decir al más viejo; era un hombre fornido de piel tostada por el sol. El otro hombre que le acompañaba tenía el mismo aspecto de gente ruda moldeada por el trabajo fuerte. En sus rostros se dibujaba la preocupación. Resignadamente dijo:
—Hagamos otro intento, pos seguro que sacamos algo pa’ comer.
—¡No! No se puede… Mire la marea ya se puso alta.
—¡Caramba que mala pata! Este mar es traicionero, un ratito está mansito y más tarde se pone bravo como un león.
—Qué vamos a hacer, compadrito, tal vez mañana logremos pescar alguito.
Resignados, los rudos hombres, recogieron sus redes, echándoselas sobre sus amplios hombros se encaminaron hacia las pequeñas elevaciones de arena que se divisaban a lo lejos. Dos pollinos de color ceniza pararon sus orejas al notar la presencia de los hombres de mar. Allí estaban sus cosas, las recogieron rápidamente y las acomodaron en sus alforjas.
Pocos minutos después, ciñendo filudos puñales, cabalgaban en dirección al pueblo. La noche envejecía más y más. El campo estaba invadido por un silencio fúnebre. Una luz hacía visible los adornos naturales que rodeaban el camino. Cuando llegaron a la Felipita, pampa enorme que se extiende a las afueras de Colán, la noche se hizo negra, el viento soplaba frío y, con un silbido hiriente, penetraba en los blancos huesos de los hombres. Escuchábase el hiriente grito de los grillos y el aullante graznido de los búhos. De pronto la noche se hizo día y vióse que en el centro de la pampa giraba un extraño círculo. Parecían seres humanos que danzaban al compás de una melodía imaginaria; era un grupo de cabras, que giraban alrededor de un negro macho cabrío. Se paraban en dos patas, se balanceaban, giraban y se movían tratando de imitar pasos de un ritmo inefables. El macho cabrío, con su gran barba, sentíanse un rey homenajeado por sus súbditos. Este espectáculo dantesco no intimidó a los viajeros.
—¡Mira, compadrito!— dijo el más viejo— son cabras y están regordas.
—¿De quién serán?— interrogó el otro, mirando a todos lados como queriendo descubrir al dueño.
—Parece que están perdidas, pos ya es más de la media noche.
—Sí, que le parece, cumpita, si empuñamos una cabra, así tendremos pa’ comer mañana.
—¡Buena idea, compadrito…! Ahora sí tendremos algo que llevarle a los churres.
En sus rostros se dibujaba la esperanza, la esperanza de poder alimentar a su familia. Se apearon cuidadosamente tratando de no hacer ruido. Sigilosamente se dirigieron al círculo que giraba rítmicamente. Cuando estaban a pocos metros de sus presas emprendieron veloz carrera. El ganado se espanta, las cabras corren a diferentes direcciones, una de ellas, indecisa, mira a todos lados; no sabe a dónde ir, confusión que es aprovechada por los rudos hombres que caen sobre ella e inmediatamente le atan las patas, luego la conducen con gran esfuerzo hacia el lugar en donde pasivamente esperaban las acémilas y la depositan sobre el lomo de una de ellas. Felices e imaginándose un suculento banquete prosiguieron su camino.
Cuando las aves, con su canto, anunciaban el nacimiento del nuevo día divisaron los guardianes verdes que rodeaban Pueblo Nuevo de Colán. Los hombres se quedaron mirando, el uno al otro. Uno de ellos rompió el silencio:
—Compadrito, ¿por qué no matamos a la cabra antes de entrar al pueblo?, pos no falta, la mala gente, que corran el chisme que nos hemos robado esta cabra.
—Tienes razón, cumpita. ¡Pues matémosla!
Se apearon de las bestias, con mucha dificultad bajaron a la presa y encubiertos por el follaje verde trataron de sacrificarla. La cabra hacía vanos esfuerzos por liberarse. Sintió una rodilla maltratar su pecho, sus ojos resplandecieron como dos faroles al ver acercarse amenazante un filudo puñal que intentaba penetrar en su pecho. La cabra pataleaba desesperadamente, quería liberarse de sus captores y cuando vio acercarse la negra muerte, de su garganta brotó una dramática voz femenina:
—¡No me mate! ¡No me mateee! ¡Soy… sooyyy.. de esta vida!.
Un hilo de sorpresa invadió el cuerpo de los rudos hombres. Por un momento soltaron a su presa; pero de inmediato la fortaleza volvió a ellos, la sacudieron violentamente y una voz enérgica rasgó el aire:
—¡Quién eres, maldita! ¡Contesta! ¿Quién eres?
—Soy… soy tu comadre… Inocencia. Perdóname la vida, compadrito… perdóname…
—¡Este es un recuerdito que te dejan tu compadre, pa’ que dejes de andar de cabra, vieja cachuda! ¡agora, pídele, pues, a tu amigo el demonio pa’ que te dé otra oreja!
Los hombres soltaron a la diabólica cabra y continuaron su camino.
Mas tarde en el pueblo de Colán corría, de boca en boca, la noticia trágica de Inocencia, respetable dama que vivía en una gran mansión. Según los pobladores se decía que mientras dormía la respetable dama, un gato quebró un espejo colocado a la cabecera de su cama, un filudo vidrio cayó en su oreja y se la mutiló. La oreja cayó y daba brincos en el suelo como si tuviese vida. El gato la observaba detenidamente y pensó que era un ratón que saltaba. Dio un salto y la atrapó entre sus dientes y fugó más rápido que un rayo. Mientras tanto la señora Inocencia desangraba lentamente…
No hay comentarios:
Publicar un comentario